La sabiduría del primer pensamiento cristiano
Si bien el cristianismo es una religión y no una filosofía, en los primeros siglos de su existencia –para defenderse de los ataques polémicos y de las persecuciones, así como para garantizar su unidad contra escisiones y errores– tuvo que poner en claro sus presupuestos teóricos y organizarse como sistema doctrinal. Esta tarea corrió a cargo de la Patrística, conjunto de escritores cristianos de la antigüedad (desde el siglo I al VIII) cuya obra ha sido aceptada y hecha propia por la Iglesia, hasta el punto de modelar el pensamiento cristiano posterior.
La vida y la obra de Santa Teresa de Jesús –según constata el carmelita descalzo Manuel Diego Sánchez (1951)¹– no es ajena a esta secular influencia. Aunque la religiosa abulense no realizó una lectura directa de muchos de los textos de la Patrística, su mundo le resultó muy familiar, no solo por el trato cotidiano de la Liturgia, sino también por otros medios (breviarios, libros espirituales y de vidas de santos, cartas, sermones, asesoramiento de maestros espirituales…), que le brindaron una asidua relación con su pensamiento y le proporcionaron lo mejor de aquella tradición espiritual, considerada como la etapa constitutiva y conformadora de la teología mística cristiana.
Hechos e ideas de los santos Agustín de Hipona, Gregorio Magno, Ignacio de Antioquía, Jerónimo, Juan Casiano, Juan Crisóstomo, Martín de Tours, Paulino de Nola … son citados expresamente por la Santa fundadora gracias a su conocimiento de aquella etapa eclesial. De este modo, en sus escritos se evidencia el trasfondo de una huella patrística suave, pero fuerte y consistente, por la que la carmelita castellana –aun sin ser consciente de ello– transmite formas y apreciaciones de dicha antigüedad cristiana, a modo de aguas ocultas que aparecen y se remansan en su pensamiento. Precisamente la originalidad y robustez de la mística teresiana es debida, entre otras razones, a su asentamiento en la mejor tradición espiritual cristiana. De forma clara o latente, en ella aparecen no pocos motivos o temas que ponen de relieve el humus patrístico de la descalza universal, cuyo poso no depende en exclusiva de sus referencias explícitas a los autores de aquel tiempo.
Así –como remarca el doctor Diego Sánchez–, una de las mayores connotaciones de los Padres de la Iglesia en la obra teresiana es la ofrecida por la estela de una espiritualidad martirial bien definida, tanto cruenta (deseo que Teresa de Ahumada tuvo desde la infancia) como incruenta (plasmada en la cotidianidad de su vida religiosa). Al igual que la Iglesia antigua, la monja reformadora percibió y vivió también el martirio como la más alta expresión de la santidad cristiana.
Del mismo modo, el profesor salmantino encuentra otro engarce patrístico en la fascinación que la Santa sintió por el monacato primitivo (“[nuestros] grandes santos [pasados] que vivieron en los desiertos”). Además de la ya indicada influencia de San Jerónimo y San Juan Casiano, sintió devoción por algunos santos del desierto, como Hilarión, Miguel Ángel y Eufrosina. Y ello fue así no solo por la afinidad de esta forma de vida religiosa con la tradición de la familia carmelitana, sino por el realismo espiritual de algunas de sus posiciones, el fino análisis de la interioridad humana, el sentido de lucha continua contra el demonio y sus tentaciones, así como la importancia concedida a la humildad, la obediencia y el fervor en el seguimiento a Cristo (“de que vi era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños”).
Sin embargo, para este experto en Patrología, lo que revela sobre todo la presencia de la mejor tradición patrística en la obra de la primera Doctora de la Iglesia es el modo como ella leyó y se sirvió de la Biblia (“siempre yo he sido aficionada, y me han regalado más las palabras de los Evangelios que libros muy concertados”). En tiempos poco favorables a su lectura por parte del pueblo, hizo de la Verdad revelada el sólido fundamento de su vida espiritual (“por cualquier verdad de la Sagrada Escritura, me pondría a morir mil muertes”) y la razón de ser de su originalidad como escritora mística.
A este respecto, la versatilidad y capacidad de asimilación de Santa Teresa han permitido que su obra esté marcada por múltiples vertientes de la historia bíblica. Su especial aprecio por algunos de sus textos –Cantar de los cantares, Evangelio de San Juan, Cartas paulinas…– le permitió encontrar el ambiente apropiado para canalizar sus ansias místicas, así como extraer paradigmas, ejemplos, modelos, personajes, escenas y circunstancias (la esclavitud de Egipto, el paso del Mar Rojo, la escala de Jacob, el pájaro solitario, el árbol del paraíso, el matrimonio espiritual…) que estructuraron su vida y su pensamiento espiritual. Es en este legado bíblico de la tradición patrística donde radica la clave de la familiaridad teresiana con el mundo de los Padres de la Iglesia.
¹Cf. DIEGO SÁNCHEZ, Manuel, “Nuestros Padres antiguos pasados. La huella patrística de santa Teresa de Jesús”, en Revista de Espiritualidad, Madrid, Carmelitas Descalzos de la Provincia Ibérica ´Santa Teresa de Jesús´ (España), 2015, vol. 74, núm. 295, pp. 189-240.
Los Padres de la Iglesia son grandes cristianos de los ocho primeros siglos después de Cristo distinguidos por sus enseñanzas coherentes con su vida que contribuyeron a edificar la Iglesia en sus estructuras primordiales.
Fueron un numeroso y diverso grupo de verdaderos pastores que condujeron fielmente a los cristianos de los primeros siglos con la fuerza de su palabra y de su vida de fe, consecuente en muchas ocasiones hasta una muerte heroica: papas como Clemente Romano (que, según el testimonio de San Ireneo, conoció y trató a los apóstoles Pedro y Pablo), teólogos como el Doctor de la Iglesia Juan Damasceno, monjes eremitas como el después arzobispo Basilio Magno, místicos como Agustín de Hipona, mártires como Justino y muchos otros hombres cuya doctrina ortodoxa y vida santa ha sido reconocida por la Iglesia, santos que irradiaban a Cristo e impulsaban a seguirlo, y lo siguen haciendo todavía hoy.
“Padres de la Iglesia se llaman con toda razón aquellos santos que, con la fuerza de la fe, con la profundidad y riqueza de sus enseñanzas, la engendraron y formaron en el transcurso de los primeros siglos”, escribe el beato Juan Pablo II en la carta apostólica Patres ecclesiae publicada el año 1980 con ocasión del 16º centenario de la muerte de san Basilio.
Ellos fueron para el desarrollo de la Iglesia lo que fueron los apóstoles para su nacimiento. Dieron forma a las instituciones de la Iglesia, a su doctrina, su liturgia, su oración, su espiritualidad. Fijaron el “Canon completo de los Libros Sagrados”, compusieron las profesiones básicas de la fe, precisaron el depósito de la fe en confrontaciones con las herejías y la cultura de la época dando origen así a la teología, pusieron las bases de la disciplina canónica y crearon las primeras formas de la liturgia.
Según el papa polaco, “son de verdad "Padres" de la Iglesia, porque la Iglesia, a través del Evangelio, recibió de ellos la vida. Y son también sus constructores, ya que por ellos —sobre el único fundamento puesto por los Apóstoles, es decir, sobre Cristo— fue edificada la Iglesia de Dios en sus estructuras primordiales”.
En los elementos de consenso entre ellos son reconocidos como intérpretes fidelísimos de la doctrina que predicó Jesucristo.
Referencias:
Carta apostólica Patres ecclesiae con motivo del XVI centenario de la muerte de san Basilio
Los Padres de la Iglesia. Una guía introductoria. Enric Moliné. Ediciones Palabra
Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, de la Congregación para la Educación Católica
Carta apostólica Patres ecclesiae con motivo del XVI centenario de la muerte de san Basilio
Los Padres de la Iglesia. Una guía introductoria. Enric Moliné. Ediciones Palabra
Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, de la Congregación para la Educación Católica
2. Generalmente, se los agrupa, según su procedencia entre Padres latinos y Padres griegos, y según la época en que vivieron, en tres grandes grupos: los que vivieron entre las primeras comunidades cristianas hasta el siglo año 313, la siguiente generación hasta la mitad del siglo V y los que vivieron posteriormente hasta el siglo VIII.
Los que pertenecen a la primera y segunda generación de la Iglesia, después de los apóstoles, reciben el nombre de Padres apostólicos y muestran cómo empieza el camino de la Iglesia en la historia. Sus escritos reflejan directamente la enseñanza de los apóstoles, como se aprecia, por ejemplo, en este fragmento de la Carta a los Corintios escrita por el tercer sucesor de Pedro, Clemente de Roma: “Unámonos, pues, a aquellos a quienes fue dada gracia de parte de Dios, revistámonos de concordia, manteniéndonos en el espíritu de humildad y continencia, apartados muy lejos de toda murmuración y calumnia, justificados por nuestras obras y no por nuestras palabras”.
En esta primera fase viven también los Padres apologistas griegos y los maestros de la Escuela de Alejandría. Entre otros, puede citarse a Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, Justino Mártir, Ireneo de Lyon, Tertuliano, Cipriano de Cartago, Clemente de Alejandría y Orígenes.
La segunda fase se desarrolla entre el Concilio de Nicea (año 325) y el de Calcedonia (año 451). Es considerada el siglo de oro de los Padres de la Iglesia. En el siglo IV, con la llegada de la paz a la Iglesia dentro del impero romano, creció mucho el número de cristianos, pero tomaron fuerza discrepancias internas y herejías. Ante ellas, muchos Padres de la Iglesia realizaron valiosas defensas de la fe cristiana y aclararon los dogmas trinitarios y cristológicos.
En el segundo grupo se incluyen, entre otros, Agustín de Hipona, Hipolito, Gregorio Taumaturgo, Julio el Africano, Dionisio el Grande, Atanasio, Teodoreto de Siria, Juan Crisóstomo, Gregorio de Nisa y Jerónimo. Algunas de sus obras se han convertido en textos de referencia no sólo para los cristianos de cualquier época, sino también de la historia de la filosofía y la literatura. Millones de personas se han identificado con la admiración de san Agustín ante la grandeza del amor de Dios, al leer palabras suyas como estas: “Brillaste y resplandeciste, y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por Ti. Gusté de Ti, y siento hambre y sed. Me tocaste, y me abraso en tu paz”.
Finalmente, los Padres tardíos del tercer grupo viven el desmoronamiento político de la mitad occidental del imperio romano y la irrupción del islam. Algunos escritores aplican la doctrina de los grandes Padres anteriores a nuevas realidades como la entrada de los pueblos de origen germánico en lo que hoy es Europa.
En este grupo se encuentran, entre otros, Gregorio Magno, Fulgencio, Máximo de Turín, Boecio, Casiodoro, Vicente de Lerins, Martín de Braga, Ildefonso de Toledo e Isidoro de Sevilla en Occidente, y Pseudo-Dionisio Areopagita, Romano el Cantor, Máximo el Confesor, Severo de Antioquía, Andrés de Creta, Germán de Constantinopla, Mesrop, Santiago de Sarug y Juan Damasceno en Oriente. Este último animaba a sus fieles con estas palabras: “Él mismo, el Creador y Señor, luchó por su criatura trasmitiéndole con el ejemplo su enseñanza. (…) Así, el Hijo de Dios, aun subsistiendo en la forma de Dios, descendió de los cielos y bajó (…) hasta sus siervos (…), realizando la cosa más nueva de todas, la única cosa verdaderamente nueva bajo el sol, a través de la cual se manifestó de hecho el poder infinito de Dios".
Referencias:
Los Padres de la Iglesia. Una guía introductoria. Enric Moliné. Ediciones Palabra
Catequesis de Benedicto XVI sobre los Padres de la Iglesia
Patrística El arca de Noé
Algunas oraciones de san Agustín
Los Padres de la Iglesia. Una guía introductoria. Enric Moliné. Ediciones Palabra
Catequesis de Benedicto XVI sobre los Padres de la Iglesia
Patrística El arca de Noé
Algunas oraciones de san Agustín
3. Como al principio, la Iglesia sigue viviendo con la vida recibida de esos Padres, y sigue edificándose sobre las estructuras formadas por ellos. Hoy sigue siendo indispensable conocer sus vidas y obras.
Ellos fueron y siempre serán los Padres de la Iglesia; poseen algo de especial, de irrepetible y de perennemente válido que continúa viviendo. Como reconoce Juan Pablo II en la carta apostólica Patres ecclesiae, “cumplen una función perenne en pro de la Iglesia, a lo largo de todos los siglos. De ahí que todo anuncio del Evangelio y magisterio sucesivo debe adecuarse a su anuncio y magisterio si quiere ser auténtico; todo carisma y todo ministerio debe fluir de la fuente vital de su paternidad; y, por último, toda piedra nueva, añadida al edificio santo que aumenta y se amplifica cada día, debe colocarse en las estructuras que ellos construyeron y enlazarse y soldarse con esas estructuras”.
Por eso, la Iglesia nunca deja de volver sobre los escritos de esos Padres y de renovar continuamente su recuerdo.
El pensamiento de los Padres de la Iglesia, destaca la Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la Formación Sacerdotal, de la Congregación para la Educación Católica, “es ejemplo de una teología unificada vivida y madurada en contacto con los problemas del ministerio pastoral; es un óptimo modelo de catequesis, fuente para el conocimiento de la Sagrada Escritura y de la Tradición, así como también del hombre total y de la verdadera identidad cristiana".
El documento vaticano destaca que los Padres son testigos privilegiados de la Tradición, han transmitido un método teológico luminoso y seguro, y sus escritos ofrecen una riqueza cultural y apostólica que los hace grandes maestros de la Iglesia de siempre.
Sin embargo, añade, “sólo manifiestan sus riquezas doctrinales y espirituales a quienes se esfuerzan por penetrar en su profundidad a través de un continuo y asiduo trato familiar con ellos”.
La Iglesia es consciente de que para seguir creciendo es “indispensable conocer a fondo su doctrina y su obra, que se distingue por ser al mismo tiempo pastoral y teológica, catequética y cultural, espiritual y social en un modo excelente”, y “es propiamente esta unidad orgánica de los varios aspectos de la vida y misión de la Iglesia que hace a los Padres tan actuales y fecundos”.
Como enseñaba en el siglo II Ireneo de Lyon, “para ver claro hoy, hay que interrogar a la Tradición que viene de los apóstoles”.
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