Ser orantes es nuestra identidad
Definición orante
La definición teresiana de la oración es de una hondura y belleza insuperable, para nada piadosa-angelical, sino muy humana, plenamente relacional, profundamente encarnada, deleitosamente afectiva y vinculante, esencialmente cristiana y eclesial: “Que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8, 5). Una oración que no es soledad en la nada o el vacío, sino llenura de una presencia y relación enamorante con el Tú viviente: Jesús. Esta presencia dentro de ella es la seguridad de Teresa, su genialidad y maestría, el gustazo de ser orante. Todo lo halla dentro y aventura en ello la vida.
La oración que Teresa vive y nos muestra a sus hijas es puramente cristiana y eclesial, toda polarizada en Jesús el Cristo. Una oración basada y afirmada en lo relacional, en el tú a tú amoroso con Jesús, presencia real que nos vive dentro y no se nos va, porque Él mora en nuestro interior: “Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente, y esta era mi manera de oración” (V 4, 7). Es una convicción que nos inculca repetidamente la Maestra de oración, porque en ello halla todo su bien: “Este tener verdadera luz para guardar la ley de Dios con perfección es todo nuestro bien; sobre esta asienta bien la oración; sin este cimiento fuerte, todo el edificio va falso” (C 5, 4). La ley de Dios y lo que Jesús proclama y reclama es el amor; Teresa lo asienta en el seno de la comunidad así: “Amor unas con otras; otra, desasimiento de todo lo criado; la otra, verdadera humildad, que aunque la digo a la postre, es la principal y las abraza todas” (C 4, 4).
Dispersa
A Teresa le costó centrarse porque su mente era dispersa, pero sabe de manera cierta a quién ama y en quién tiene puesto su corazón y entregados sus afectos, por lo cual, de su flaqueza saca virtud: “Tenía este modo de oración: que, como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí” (V 9, 4). Orar es para ella estar con Él, gozar la seguridad de que Jesús está presente y le ama. Su afectividad halla así un cauce saludable que la centra y la recoge en el amor de su vida: Jesucristo. En Él halla todo su bien y se queda muy junta, “pues el alma está tan satisfecha en esta oración de quietud, que lo más continuo debe estar unida la potencia de la voluntad con el que solo puede satisfacerla” (C 31,6). A Teresa nadie la hará temblar ante sus convicciones profundas, es magnánima siguiendo su intuición de mujer enamorada. Si se centra, es porque se sabe arropada en la realidad amorosa con que la envuelve Jesús. El amor la ha seducido, y vive así una entrega deleitable y fiel al Amado. Esto es lo que ella quiere contagiar al grupo.
Oración y trabajo
Desde su aposento interior, hace de la oración decidida voluntad de estar con el Amado; y en la vida comunitaria tratará de compaginar armoniosamente la oración, el trabajo y las relaciones personales, cultivando así una vida para el Evangelio: “Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo y no a regalaros por Cristo” (C 10, 5). Pondrá cuidado en que la oración no sea complacernos a nosotras mismas, sino actitud comprometida con el Reino de Dios, con un modo especial de ser y hacer Iglesia desde nuestros puestos de orantes y currantes, vivido y ofrecido todo con el espíritu de las Bienaventuranzas. “Que no está el amor de Dios en tener lágrimas ni estos gustos y ternura, que por la mayor parte los deseamos y consolamos con ellos, sino en servir con justicia y fortaleza de ánima y humildad” (V 11, 13). De lo que se trata es de imitar a Jesús en todas las cosas, ser seguidoras de Cristo: “¡Oh precioso amor, que va imitando al capitán del amor, Jesús, nuestro bien!” (C 6, 9).
Hermanas y amigas
Teresa es una mujer comunicativa y relacional, su carisma es para ser vivido en comunidad. El grupo de hermanas convocado entorno a ella se cohesiona en lo puramente evangélico. Si la oración ha de ser lo más identificativo de la comunidad, no menos serán las relaciones personales de amistad y fraternidad de unas con otras. Y para más imitar a Jesús, vivir un radical abandono en la segura confianza de que Él es el Amo de la casa y tiene cuidado de nosotras: “No penséis, hermanas mías, que por no andar a contentar a los del mundo os ha de faltar de comer, yo os aseguro. Jamás por artificios humanos pretendáis sustentaros, que moriréis de hambre, y con razón. Los ojos en vuestro Esposo; Él os ha de sustentar. Contento Él, aunque no quieran, os darán de comer los menos vuestros devotos, como lo habéis visto por experiencia. Si haciendo vosotras esto muriereis de hambre, ¡bienaventuradas las monjas de san José!” (C 2, 1). Y en todo este conjunto, la alegría ha de impregnar la convivencia comunitaria: ser y estar alegres en el Señor; así lo perciban los que se acercan a nuestras comunidades, mujeres con resplandor de Cristo, cuyo contento es el amor, que se hace extensivo a toda la humanidad.
Lucha y unificación
Su lucha para controlar los afectos, que se le derraman y van tras las seducciones de las galanterías humanas, no cesará hasta que Cristo la unifica, y este hecho la recogió y la centró: “en llegando a tener con perfección este verdadero amor de Dios, trae consigo todos los bienes. Somos tan caros y tan tardíos de darnos del todo a Dios, que, como Su Majestad no quiere gocemos de cosa tan preciosa sin gran precio, no acabamos de disponernos”. Teresa peleó consigo misma hasta disponerse y ser tomada. “Bendito sea vuestro nombre y misericordia, que -al menos a mí- conocida mejoría he visto en mi alma. Después quisiera ella estarse siempre allí y no tornar a vivir, porque fue grande el desprecio que me quedó de todo lo de acá: parecíame basura y veo yo cuán bajamente nos ocupamos los que nos detenemos en ello” (V 38, 4). La oración y la confianza en el Amado le pondrá seguridad, ella sabe que Jesús “tiene en tanto nuestra alma, que no la deja meter en cosas que la puedan dañar por aquel tiempo que quiere favorecerla; sino pónela de presto junto cabe sí y muéstrale en un punto más verdades y dala más claro conocimiento de lo que es todo” (C 19, 7). Teresa toma seguridad de que la oración es sanadora y libertadora, que de la oración-relación con Jesús solo se ganan bienes; pero hay que perseverar en la oración, ser orante: “Quien pudiere y tuviere ya costumbre de llevar este modo de oración, no hay que decir que por tan buen camino el Señor le sacará a puerto de luz, y con tan buenos principios, el fin lo será; y todos los que pudieren ir por él llevarán descanso y seguridad, porque, atado el entendimiento, vase con descanso” (C 19,1). Su camino y vida será para siempre ser orante: “Pues creedme vosotras y no os engañe nadie en mostraros otro camino sino el de la oración” (C 21, 6).
Humanidad nueva
Y Teresa adquiere una humanidad nueva, una personalidad puramente cristiana, imitadora del proceder de Jesús, viviendo apasionadamente una vida para el Evangelio. Su afectividad, voluntad y ser entero, ha quedado seducido por Cristo con amor vinculante. Su vida y energía personal es puesta al servicio de la voluntad divina. Ella, su grupo de monjas, y todos los que quieran adherirse a su modo de ver y entender lo que es ser servidores del Reino, se entregarán a esta causa, para generar vida de Dios en todo cuanto emprenden. Todo irá en amor, en novedad de vida, porque el Amado, Jesús, es el centro y la motivación de todo. Consciente también de su pobreza y barro, no temerá tener grandes deseos de imitar a Cristo en todas las cosas: “Esto me hace tener grandes ansias porque muchos fuesen espirituales” (V 12, 4); “Tener grandes deseos y querer imitar a los santos y desear ser mártires” (V 13, 4). Y abandonada en manos de Dios, permitir que Él siga remodelando nuestro barro para ser odres nuevos, personalidad nueva, claramente cristiana.
Imitar a Cristo
La vida orante busca adquirir la mente de Cristo, asemejarnos a Él, Cristo-céntricos, y pasar por este mundo haciendo el bien como Él lo hizo. Dirá Teresa: “Es menester no poner vuestro fundamento solo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas” (7M 4, 9). El reto es atrevido, Teresa tiene coraje y exclama sin titubear: “Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco. Si Su Majestad nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle con solo palabras? ¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como Él lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña merced. Y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho, porque todo este edificio -como he dicho- es su cimiento humildad; y si no hay esta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el suelo. Así que, hermanas, para que lleve buenos cimientos, procurad ser la menor de todas y esclava suya, mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir; pues lo que hiciereis en este caso, hacéis más por vos que por ellas, poniendo piedras tan firmes, que no se os caiga el castillo” (7M 4, 8). La mirada en Cristo para cristificar el ser, tomar semejanza, ser de Cristo y “no apartarse de cabe el Maestro” (C 24, 5).
En esta hora y tiempo
Actualmente, en el Carmelo descalzo, las hijas y los amigos de Teresa, seguimos tratando de ser fieles a este camino que ella marcó y vivió apasionadamente. Somos conscientes de las necesidades que el mundo y nuestra humanidad reclaman hoy de nosotras. El Concilio Vaticano II nos apremia también a tener una mirada atenta al clamor doliente de los pobres de nuestra tiempo; su voz y llamada resuena conmovedora y actual: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos.” (GS 1). Nuestro testimonio sigue vigente: ser orantes, ser fraternas, vivir la comunión con toda la humanidad herida, compartir lo que somos y tenemos como signo de nuestro ser eucaristía. Es una responsabilidad que no podemos eludir, es llamada a ser del grupo de las prudentes, vivas y vigilantes desde nuestro monasterios, perseverar orantes por todos. Ser orantes es nuestra identidad. “Procuremos ser tales que valgan nuestras oraciones para ayudar” (C 3, 2). “Para estas cosas os pido yo procuréis ser tales que merezcamos alcanzarlas de Dios” (C 3, 5). En esta hora y tiempo, queremos seguir siendo testigos del amor que Dios nos tiene, y que este amor alcance a todos. Reza en la entrada de nuestro monasterio una frase de S. Juan: “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él” (1Jn 4, 16). Aquí estamos, estas somos, así vivimos y oramos. Felices en este gustazo de ser orantes. “Bendito sea el Señor, de donde nos viene todo el bien que hablamos y pensamos y hacemos” (C 42, 7).
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